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MIL AÑOS DE ORACIÓN

MIL AÑOS DE ORACIÓN

Cuenta Wayne Wang, director de Mil años de oración que, a lo largo de su vida, sus padres jamás se abrazaron delante de él, ni le abrazaron siendo niño. La única vez en que Wang abrazó a su padre, cuando éste aún estaba recuperándose de una enfermedad, ocurrió de un modo un poco accidental; el padre de Wang no se lo esperaba, y se echó a llorar. Cuando murió su padre, y su cuerpo permanecía aún extendido en la cama, su madre se acercó hasta él y, en lugar de abrazarlo, le agarró el dedo gordo del pié. Éste fue el gesto con el que ella mostraba la estrecha conexión que mantenía con su marido.

Cuando Mr. Shi (Henry O), el padre de Yilan (Faye Yu), un “ingeniero aeronáutico” ya jubilado, educado en la China de la Revolución Cultural, llega a los Estados Unidos a reencontrarse con su hija después de muchos años, el juego de los gestos culturales, en la sala de espera del aeropuerto, se repite con la belleza de un poema cercano al silencio; casi mudo. Apenas unas breves palabras; un cruce de miradas que esconden la mirada; eso es todo. A partir de este momento la historia se va desarrollando en un conjunto de diálogos que transmite toda la intensidad emocional de un desencuentro; un desencuentro generacional, vital y cultural; un desencuentro que hace del lenguaje la imagen de la incomunicación a la que deben enfrentarse los personajes. Dos personajes que son, el uno para el otro, dos auténticos extraños.

Yilan, divorciada de su marido chino, mantiene una relación amorosa con un ciudadano ruso; pero esa relación tampoco tiene futuro: los “mil años de oración” son la metáfora que ella utiliza para justificar lo evidente. Mr. Shi, por su parte, mantiene curiosas conversaciones con una mujer iraní (“el comunismo no es malo –intenta explicarle-, sólo está en malas manos”); o con dos mormones despistados; y va anotando en su libreta palabras en inglés de todas sus experiencias y de toda novedad o descubrimiento. Pero, en casa, con su hija, en el idioma que ambos comparten, el diálogo es casi imposible. “Hablas poco –le dice Mr. Shi a Yilan; eso demuestra que eres infeliz”. Y Yilan reconocerá, en un momento de la historia, que el hecho de hablar en inglés la ha liberado: “Si te educan en una lengua que jamás se utiliza para expresar sentimientos, te será fácil adoptar otra y hablar más en ella. Te convertirá en una persona distinta”. Cambiar de idioma significa aquí, de alguna manera, cambiar de mundo. “Los límites del lenguaje –escribió Wittgenstein-, significan los límites de mi mundo”.

Mil años de oración pasa como una breve caricia, como un suspiro, porque el tiempo de la vida, del mundo, no es, exactamente, el tiempo cinematográfico. Wayne Wang nos cuenta la historia de dos seres condenados al secreto, a la costumbre, al lenguaje, al pasado; las claves de un desencuentro.

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